Volver al Indice – Historia de Autos Argentinos
Por Alejandro Franco – contáctenos
Es curioso ver como alguien de éxito no logra ser profeta en su propia tierra. Tomemos el caso del Ford Falcon, el primer sedán compacto surgido de las fábricas Ford a finales de los años 50. Por cerca de una década el Ford Falcon vendió millares de unidades en Norteamérica pero, cuando la última unidad salió de la cadena de producción, al día siguiente nadie extrañaba su ausencia. Para los estadounidenses el Falcon era un coche útil, bueno y barato, y nada más que eso; no se formaron clubs de fans, nadie lo customizó, ni siquiera los viejos ejemplares obtuvieron una cotización decente como antigüedades.
En cambio, el Falcon obtuvo su revancha traspasando las fronteras al sur del Rio Grande. Los australianos lo adoraron y lo convirtieron en su vehículo nacional, llegando al punto de desarrollar su versión autóctona – una de las cuales terminó por transformarse en el famoso interceptor que manejaba Mel Gibson en la saga de Mad Max -; y en Argentina, se transformó en un ícono de culto. El Ford Falcon criollo evolucionó – de manera más aparente que real, con algunos detalles de maquillaje como para camuflar la antigüedad de su diseño – y estuvo vigente por casi 30 años. Simbolizó el coche fuerte de la familia argentina promedio, una imagen que comenzaría a opacarse cuando el auto comenzara a quedar asociado a las razzias ilegales llevadas a cabo por las fuerzas militares durante los oscuros años de la dictadura. Es que en realidad el Ford Falcon argentino viene a representar las contradicciones del modelo industrial argentino implementado desde los 50 hasta mediados de los 90, en donde el mercado interno consumía tecnología antigua a mansalva y los modelos más vendidos – de coches, electrodomésticos, etc; lo que fuera – eran considerados “éxitos de ventas”, simplemente porque la gente tenía muy buen poder adquisitivo y los industriales no invertían en modernizar sus productos. Era un esquema perverso en donde la industria nacional carecía de competitividad, vivía casi exclusivamente del mercado interno, y le resultaba imposible intentar vender sus productos fuera de sus fronteras. ¿Quién – que no viviera en Argentina – querría adquirir un auto con tecnología 20 años atrasada y un diseño totalmente anacrónico?. Como sea, el Ford Falcon fue el último de los dinosaurios de la industria automotriz criolla, la que ingresó en una etapa de merecida renovación en 1991, cuando la última unidad del veterano Ford salió de General Pacheco.
Pero antes de convertirse en una reliquia ambulante, el Falcon tuvo su etapa de esplendor. Y aquí te contamos cómo fue el desarrollo de este clásico ignorado en la tierra que le dió origen.
Hijo de la utilidad y no del diseño
AÚn cuando los años 50 marcaran un boom en la economía de la post guerra – y los coches se vendieran por millares a una nación hambrienta de confort y lujo -, la industria automotriz no dejaba de ser una tarea casi artesanal. Los gerentes decidían por olfato, y los diseñadores dibujaban por inspiración. Las matemáticas entraban al final del proceso, como para analizar si un modelo se había vendido bien o no, y chequear cuánto habia quedado de ganancia.
En ese esquema mental se encontraba toda la plana mayor de los gigantes de Detroit, e incluso de los fabricantes pequeños e independientes (como Studebaker) que aspiraban a un lugar en el podio. Pero todo ello comenzaría a cambiar con la llegada de un grupo de chicos provenientes del ejército, un puñado de imberbes formados a la sombra de Charles Bates “Tex” Thornton – un tecnócrata fanático de las estadisticas, y cuya capacidad de concluir las cosas más sorprendentes a partir del análisis de los números lo habia llevado a ser reclutado como asesor para las fuerzas armadas -. Entre ellos se encontraba Robert S. McNamara, un joven graduado en Economía, Matemáticas y Filosofía, y que contaba con una larga lista de brillantes calificaciones.
Thornton dirigió a los jovenes en una serie de complicadas tareas, entre las que se encontraba el armado de la logística para la gigantesca campaña de raids aéreos sobre Europa a lo largo de la Segunda Guerra Mundial. El desempeño del equipo fue brillante pero, a su vez, controversial: el punto era que este pequeño grupo de tecnócratas – que no llegaban a los 30 años – solía manejarse con arrogancia e imponían sus decisiones por encima de otros militares de carrera, muchos de los cuales clamaban sus cabezas… reclamo que caía en oídos sordos cuando los particulares vaticinios de los chicos de las estadísticas solían transformarse en verdades consumadas.
Sin duda el accionar de los Whiz Kids – como terminaron llamándoles – era incendiario. Los norteamericanos toleran la indisciplina y la individualidad cuando se obtienen resultados en tiempos de guerra pero, cuando llega la paz, se adhieren estrictamente al manual y al respeto de la autoridad. Thornton anticipó esto, y les dijo a sus chicos que no esperaran hacer carrera en el ejército en los tiempos de la post guerra – en donde los generales se cobrarían revancha por sus insolencias o los relegarían a un puesto meramente decorativo -; en cambio, podría aplicar su ciencia en la industria privada, la cual estaba necesitada de talentos frescos y personalidades fuertes.
Así fue como los Whiz Kids desembarcaron en la Ford Motor Company, la cual se encontraba en una crisis casi terminal. El viejo Henry había fallecido y la empresa estaba sumida en el caos. La vieja gerencia estaba infestada de adulones y burócratas, y la fábrica carecía de profesionales, hasta el punto tal que nadie en la empresa sabía a ciencia cierta cuánto costaba fabricar un auto. Allí entró a jugar Henry Ford II, quien venía del ejército, y el que se propuso sacar a flote a la empresa familiar. Y pensó que la mejor manera de ordenarla era traer a un grupo de matemáticos y tecnócratas, gente que le dijera cuánto ganaba o que – por lo menos – le indicara dónde estaba sangrando dinero la empresa.
Desembarcan los Whiz Kids
En 1948 los universitarios comenzaron a invadir las oficinas de la Ford Motor Company. Todos eran brillantes pero no todos tenían condiciones para ser lideres. De todos ellos, el que pronto comenzó a destacar fue Robert McNamara. En ocho años pasó de consultor a vice presidente de la empresa, y pronto se erigió en un campeón de la eficiencia administrativa. A McNamara no le interesaban los autos sino los números, y por ello aplicó una filosofía tan radicalmente diferente que pronto comenzó a llevarse de narices con la plana mayor de la vieja escuela – léase ingenieros, diseñadores, gerentes – que aún subsistía en las oficinas de la Ford.
El Ford Falcon nació de un boceto de McNamara, el cual presentó a sus compañeros de equipo una tarde de domingo después de misa. Pero no de un dibujo o de un garabato, sino de un listado de números armados con lo que debería tener el auto ideal en cuanto a cilindrada, potencia, espacio de baúl, espacio para pasajeros, etc, etc. Fue el primer auto nacido puramente de las estadísticas – sobre las cifras de lo que debería satisfacer a un consumidor promedio -, lo que no implicaba que fuera a transformarse en un éxito. Uno los asistentes a la misa le preguntó a qué tipo de público apuntaría el auto… y McNamara no supo qué responder. Lo suyo era utilitarismo puro, pero había que comulgar la eficiencia de los números con los gustos del mercado, en donde los norteamericanos se desvivían por el tamaño, el poder y el prestigio. Se precisaba una segunda visión, una que puliera el proyecto para convertirlo en algo tentador o, cuando menos, vendible.
Aunque la idea de un utilitario – un coche compacto y de precio accesible – había rondado por las mentes de los directivos de la Ford, los estudios preliminares indicaban que su producción resultaría tan costosa como la de un auto de precio standard. Sin embargo McNamara estaba convencido que había un mercado para coches pequeños, baratos y de consumo económico, y estaba dispuesto a hacer una prueba en dicho nicho. Incluso consideraba que la empresa tenía una especie de deber social pendiente y que debía pagarlo con dicho modelo.
Sin embargo la idea del Falcon recién cobró impulso cuando, a finales de los años 50, la recesión comenzó a golpear fuertemente a la industria automotriz. El Volkswagen Escarabajo vendía cada vez mejor y empresas pequeñas (pero de ágiles reflejos) como la Nash vendían bien compactos como el Rambler. Los hechos le daban la razón a McNamara, y así fue como Henry Ford II le dio luz verde al Falcon.
En sí, el Ford Falcon era un auto extremadamente convencional. Todos los procesos de construcción eran supervisados cuidadosamente por McNamara, evitando que se fuera de presupuesto o escapara a las especificaciones planeadas inicialmente. Era liviano, tenía un motor aceptable, capacidad para seis pasajeros y todas sus partes provenian de motores / chasis preexistentes de la linea Ford. Consumía 11.8 litros cada 100 km, aunque su performance se optimizaba hasta dar 7.8 litros por 100 km si iba en ruta. El precio era tentador (apenas $ 1.900.- dólares, y se encontraba 250 dólares por debajo del modelo más barato de los Fords grandes), era comodo y eficiente.
Era práctico pero no era excitante; el diseño era muy cuadrado, y el interior era demasiado frugal inclusive en las versiones de lujo. Ello no evitó que, en su debut en 1959, pronto trepara a la lista de los coches más vendidos. Para 1961 el volumen de Falcons vendidos representaba el 25% del total de ventas de la Ford en su conjunto. No se asemejaban al volumen de 600.000 unidades anuales imaginado por McNamara pero, aún así, representaba una bocanada de aire fresco (y dólares) a las angustiadas arcas de Ford.
Sin embargo la evolución del Falcon pronto encontraría un traspié, y sería la partida de Ford de su mentor Robert McNamara – quien terminó siendo seducido por la política y pasó a integrar al recién formado gabinete de John Fitzgerald Kennedy en 1960 -. Su sucesor era otro hombre de carácter fuerte e ideas radicales, Lee Iacocca, con la diferencia de que su postura era muy diferente a la de McNamara. Si McNamara era el genio de los números, Iacocca era el genio de las ventas; pronto se dedicó a establecer otro tipo de puentes comunicacionales con los departamentos comerciales y de ingeniería, como para ver de qué se trataba el producto estrella de la Ford, y analizar cómo optimizar sus ventas sin utilizar la hosca arrogancia que había caracterizado a McNamara.
Una de las cosas que tenía claro Iacocca era que los clientes compraban las cosas por una cuestión de ego y no por pragmatismo. El Ford Falcon se vendía porque era bueno y barato, no porque fuera lindo o deseable. La única manera de que el cliente llegara a las cosas deseables era a través del crédito y, con el pago en cuotas, las diferencias entre modelos se reducían o al menos se camuflaban. Con lo mismo que se pagaba mensualmente por un Falcon se podía acceder a otro modelo superior, ya se con mayor cantidad de cuotas o poniendo unos pocos dólares más en el valor de la cuota.
A su vez, Iacocca estaba en contra de la idea Mcnamaresca de que la empresa debia cumplir alguna cuota social y, por ello, debía tener un coche barato. Cuando McNamara partió, Iacocca canceló el proyecto Cardinal de McNamara, el cual consistía en adaptar al mercado norteamericano la modesta cupé Taunus que Ford fabricaba en Europa y, de ese modo, ofrecer dos autos a los compradores primerizos o de “entrada de nivel”. Con el Cardinal afuera, Iacocca se dedicó a revitalizar el Falcon y se despachó con el Futura, que era un modelo más lujoso y estilizado. El styling del Falcon Futura se basaba en el costos Thunderbird, agregando cromados y butacas similares, amén de meterle un motor de 4.2 litros que era bastante más potente que el original. Aunque ello mejoró los numeros no sirvió demasiado para cambiar la imagen que el público tenía del Falcon como auto barato y desabrido.
Si bien los números del Falcon Futura como los de la versión cupé no eran malos, tampoco eran la explosión de ventas que Iacocca necesitaba y por ello decidió a ir en una dirección contraria, tomando la base mecánica del Falcon, pero construyendo sobre ella un coche de imagen más excitante y agresiva. Así es como, en unos pocos años, Iacocca dio a luz el mítico Ford Mustang, el cual superó al Falcon en su primer año de ventas. Para Iacocca el Mustang era lo que debería haber sido el Falcon desde el principio, y los hechos terminaron por confirmar su teoría: que la gente no compra practicidad o economía sino la idea de algo novedoso, excitante y que le de status.
El Mustang terminó por eclipsar a todos los productos de la compañía y el Falcon – con algún que otro cambio estético – comenzó a languidecer lentamente hasta su producción final en 1970. Fue reemplazado por el Ford Maverick, el cual no dejaba de ser un Falcon reestilizado y con un aire más deportivo. Por mecánica, precio y frugalidad de opciones el Maverick no dejaba de ser el mismo vino pero con otro envase. Resulta curioso ver que Iacocca decidiera no matar del todo el proyecto de un Ford compacto, lo cual le sirvió para tener un coche económico para ofrecer con la llegada de la crisis del petróleo de principios del 70. Como si el espíritu del Falcon hubiera sobrevolado sobre la Ford todo ese tiempo, esperando que llegara la época en que fuera valorado como corresponde. El Maverick tampoco fue un clásico pero era un coche más digno y se vendió mejor que el Falcon original, y marcó el rumbo de los siguientes modelos económicos de Ford. Pero ésa, ya es otra historia.
El Ford Falcon en Argentina
En nuestro país el Falcon desembarcó en 1961, demorándose un año en tareas de reingeniería para adaptarlo a los rústicos caminos argentinos.
Durante el primer año el coche era en su mayoría norteamericano, siendo ensamblado en nuestro país y con una pequeña cuota de componentes nacionales. El primer Falcon totalmente argentino apareció en 1963, salido de la planta Ford de General Pacheco.
Aquí se nacionalizaron las versiones Sprint, Futura, Rural y Ranchero, las que se vendieron bien y transformaron al Falcon en uno de los coches más populares. Si bien el plan inicial era fabricarlo durante 4 años, el Falcon siguió construyéndose a principios de los 70, en donde comenzaron a introducirse periódicamente cambios de styling para modernizarlo.
Lamentablemente el auto pronto quedaría asociado a la imagen tenebrosa del Proceso de Reoganización Nacional. Por su practicidad era un favorito de la policía y de las fuerzas armadas y era utilizado de manera exclusiva en los operativos. Los Falcons verdes se convirtieron en sinónimos de desaparecidos y torturas, y ensuciaron injustamente la fama del coche.
La llegada de la democracia trajo cambios políticos y económicos. La aparición de coches importados pronto puso en evidencia la decadencia de la industria automotriz nacional, la cual tuvo que ponerse en marcha para modernizarse y no perder porciones de mercado. Con veinte años de antigüedad el Falcon era un coche obsoleto… pero su precio accesible, su comodidad y un público fiel lo continuaban manteniendo como puntero de ventas. Los números comenzarían a flaquear en 1985, y la Ford empezaría a abaratarlo cada vez más… hasta que la falta de competitividad fuera imposible de maquillar y decidiera sacarlo de producción en setiembre de 1991. Atrás habian quedado 494.209 unidades producidas.
A veces la gente carece de perspectiva y se desvive por un recuerdo que es más aparente que real. Tanto el Falcon como otros modelos fabricados en aquella época en la Argentina (el Polara, el Dodge 1500, el Torino, etc) eran “éxitos”, simplemente porque el mercado nacional era un coto cerrado. Cuando la Argentina quería vender sus coches al exterior, sólo encontraba respuesta en paises menos desarrollados que el nuestro – como el caso del mercado doméstico africano -. Aunque su mecánica era noble, no tenían punto de comparación con cualquier otro coche fabricado en dicha época. Por suerte la apertura del mercado – y la competencia – sirvieron para que el usuario argentino invirtiera el mismo dinero en autos más modernos y eficientes, un impulso que – por suerte – se mantiene hasta el día de hoy.